martes, 28 de diciembre de 2010

Sexto día en Filipinas. 26 de diciembre.

Después de haber dormido cuatro horas escasas, nos despertamos para irnos por fin a Simsimmon.
Nos recogen los compomponentes de la expedición: Linda (antropóloga), Jun (conductor), Van (voluntario-antropólogo) y los dos niños manubo que conocimos el día anterior en la comida de navidad.
Salimos de Cagayan a las 06:00 y llegamos a Simsimmon sobre las 17:00. El camino es impresionante. Aunque estoy muerta de sueño no soy capaz de dormir porque no puedo parar de observarlo todo. Saliendo de la ciudad, el mar. Después, una carretera rodeada de naturaleza salvaje y con tiendas, casas, animales, hogueras... en las orillas. Paramos a desayunar en una cadena de fast-food. Es espectacular (y a la vez muy triste) como triunfan ese tipo de negocios aquí.
Aunque el coche va bastante cargado, todavía tenemos que hacer unas compras, así que paramos en Valencia City. En el supermercado, para variar, todo el mundo nos mira. Tenemos que comprar nuestras provisiones para los tres días, así que como nosotras no tenemos ni idea de que se necesita para sobrevivir y además preparar comida filipina, dejamos que sea Linda la que se encargue de todo.
Continuamos con nuestro camino hacia San Fernando, capital del municipio. Aquí la división administrativa es: región (región 10, northern Mindanao)- provincia (Bukidnon) -municipio (San Fernando)- barangai (Kalagangan)- sitio (Simsimmon).
¡La manera que tienen de conducir aquí es impresionante! Lo que consideramos un adelantamiento arriesgado en España es una broma comparado con esto. Cuesta arriba, adelantando a dos camiones, con otro camión que viene de frente y una moto que nos está adelantando a nosotros a la vez. Por ejemplo. Y hay un montón de coches y camiones estropeados a lo largo de todo el camino, con los propios conductores trasteándolos para arreglarlos, cambiando ruedas... Y la gasolina la venden en chiringuitos en botellas de cristal de coca-cola, de litro.
En San Fernando, aunque hay mucho comercio y más movimiento de gente, se notan ya diferencias con Cagayán. Más rural. De hecho en el mercado ni nos dejan bajar del coche a Blanca y a mi. Comemos en un “restaurante”. Tienen muchas bandejas con diferentes tipos de comida preparados: verduras de las que desconocemos el nombre, ternera guisada de cuatro o cinco maneras diferentes, cerdo adobado, pescado, sopas de pollo, rollitos... Cogemos un “platito” (aquí también se dice así) de cada cosa y un “plato” de arroz, para variar. Y para beber coca-cola, como todo el mundo, y porque nos suele parecer más fiable que el agua.
Yo no me termino de acostumbrar a lo de las comidas, y eso que cuando comemos fuera solemos sentarnos todos en la misma mesa. Lo de que cada uno coma donde quiera, que cuando termine se levante, que no haya prácticamente conversación, que no haya servilletas, que no haya cuchillos (se usan tenedor y cuchara)... se me sigue haciendo extraño.
Terminamos de comer y emprendemos el camino de nuevo. El paisaje ha cambiado ya desde Valencia. Ahora vamos entre montañas verdes y campos de arroz, pero cada vez hay menos árboles y más erosión. Ya no hay carreteras y vamos por caminos, y las llanuras van dando paso a un terreno cada vez más escarpado.
Menos mal que Jun está acostumbrado a conducir por estos territorios, porque tenemos que sortear unos agujeros gigantescos, barrizales y desniveles.
Llegamos a un punto en el que ya no podemos continuar con el coche. Por lo menos han construido varios puentes en estos últimos años y no necesitamos un habal-habal (moto con conductor), porque aquí lo de los accidentes es demasiado frecuente y con consecuencias bastante graves.
Descargamos y cogemos sólo nuestras mochilas. Lo demás vendrán a buscarlo los indígenas más tarde.
Nos ponemos a andar, y como soy tan lista que me he olvidado las chanclas en casa, tengo que cruzar el primer río descalza. No es tan grave, aunque Linda y los demás no paran de insistir en que se clavan las piedras. A Blanca se le rompen las chanclas de dedo. Vaya show. Pero es más espectacular que en el primer pueblo al que llegamos haya una pequeña tienda (choza de madera con cosas colgando que se pueden comprar) en la que nos compremos un par de chanclas cada una. Las de Blanca un número grande y las mías un número pequeño.
Empezamos a ver cómo es la vida indígena de los manubo matig salug. La gente que nos vamos cruzando tiene los rasgos diferentes que la que se ve en la ciudad. Son más oscuros, algunos el pelo más ondulado. Llevan ropa muy vieja, sucia y rota. Muchos niños van desnudos. Hay animales sueltos por ahí: gallinas seguidas por cinco o seis pollitos, alguna cabra, cerdos negros, perros sarnosos y escuálidos...
En las laderas de las montañas, empinadísimas, hay personas recogiendo casaba y cargando sacos. Otros la cortan en trozos pequeños y la ponen a secar al sol en el pueblo.
Nos miran al pasar y nosotras sonreímos. Qué sensación más extraña. Desde las montañas nos gritan, creen que somos americanas.
Seguimos cruzando ríos y riachuelos, y andando por senderos hasta que llegamos a Simsimmon.
La primera impresión es muy fuerte. El poblado lo conforman unas 20 chozas de bambú colocadas en círculo. La mayoría están elevadas sobre el suelo y tienen unas escalerillas para subir.
En el espacio de dentro un secadero de casaba, que es una superficie de cemento, como un campo de baloncesto. De hecho en algunos “sitios” (poblados), aprovechan y ponen canastas.
Los niños aquí no están sucios. Están mugrientos. Saludamos a los más mayores de la comunidad, entre ellos al “Datu” Jimboy (el jefe).
Nos vamos a quedar en lo que ahora han establecido como cabaña de invitados. Era un antiguo corral de cabras que Linda se ha encargado de reformar con su dinero. También hacen las reuniones con la comunidad aquí. Es un espacio con una mesa, una encimera y un hogar para hacer fuego. Todo de bambú. Hay una habitación en la que dormimos Linda, Blanca y yo. Van y Jun duermen fuera del cuarto.

Anochece mientras preparan la cena, y ya no salimos prácticamente de la cabaña. Los niños vienen a mirarnos pero casi no se atreven a acercarse. Nosotras no sabemos comunicarnos ni en manubo ni en visayan, así que tampoco podemos hablar con las personas que se nos acercan.
Cenamos, nos preparamos la habitación (mosquitera para prevenir la malaria, esterillas de bambú sobre el bambú, saco) y a dormir, que entre la caminata y el impacto que ha supuesto todo esto para nosotras estamos reventadas.

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